Los viernes Iker lleva dos mochilas, la del colegio y la de quedarse a dormir en casa de su papá. Para Iker el viernes es un día con mucho significado, es la noche de caballeros en casa de su papá, en su casa favorita, como dice él. Mientras, yo me tambaleo entre el orgullo de la independencia de mi hijo, la felicidad de unas horas  libres, de un tiempo para mi vida, y el corazón arrugado porque mi hijo cargue con sus dos mochilas.

Dos mochilas  porque su hogar está divido en dos espacios geográficos totalmente diferentes, con reglas diferentes, con horarios diferentes, con alimentación diferente.

A los 2 años Iker me dijo un día que quería irse a dormir con su papá aún era amamantado y yo sentía en mi ego que él no podía vivir sin mí porque fue y es un niño colechado, amamantado a demanda, cargado, kangureado. Cuánta razón tenía Bowlby y su teoría del apego seguro: mientras más apego y seguridad de bebés, más independencia de grandes.

Ese día y desde entonces, me despido de Iker cada viernes en la mañana al dejarlo en el colegio y lo veo nuevamente los sábados. Al llegar a casa no escucho el grito: mamiiiii!!! Ni tengo su abrazo. Prendo la tv y casi siempre está Peppa, a veces me descubro viendo el capítulo completo, como si Iker estuviera. Me río de mi misma, cambio la tv y digo, una noche libre, la mereces, la necesitas. Otras noches salgo de casa, me permito unos vinos o una película. Me quito la careta de mamá y me pongo la de mujer joven y soltera.

A eso de las 9:00 pm suelo llamarle para desearle buenas noches y preguntarle cómo está. Siempre está feliz, realmente disfruta los viernes.

Al levantarse cada viernes me pregunta en una especie de trivia:

I-¿mamá que día es hoy?

E- Viernes, hijo

I-Correcto mamá, viernes de ir a casa de papá

Yo sonrio en su inocencia y me fundo en su felicidad para no contaminarla con mi prejuicio sobre los viernes de las dos mochilas.

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